martes, 5 de junio de 2012

Hace siete años


Salimos de Madrid al medio día, a eso de las doce, poniendo rumbo norte, camino de un recóndito pueblecito en los montes que lindan entre León y Asturias. Concretamente a la Puebla de Lillo, junto a la Reserva Nacional de Mampodre. De camino íbamos, mi hermano Juan y yo, disfrutando del paisaje de la meseta castellana, imaginando al paso de las siembras, arroyos y cerros, los futuros lances que nos depararía el fin de semana corcero. A eso de las tres de la tarde, paramos a comer algo en León capital. Al reanudar nuestro ansiado viaje escuchábamos por la radio, algo que nunca imagine haría, la final de Roland Garros. El viaje empezaba a ponerse ya vibrante desde el principio, Nadal parecía estar por encima del nivel de su contrincante y nosotros nos adentrábamos en lo más profundo de los montes de León. A izquierda y derecha contemplábamos atónitos altas laderas de pinos y hayas, mezclándose el color verde del bosque con una neblina que hacia reflejarse el sol de tal manera que, en vez del mes de junio pareciese el inicio de la primavera más prometedora. Era nuestro primer fin de semana de caza lejos de las sierras manchegas, y solo el escenario que nos iba dando la bienvenida a medida que avanzábamos, ya había valido la pena.
A eso de las seis de la tarde llegamos a Lillo, un pueblo pequeño en mitad de la Reserva con casas bajitas y de tipo asturiano, atravesado por un arroyo que hacía más tranquilo, si cabe, el ambiente que respirábamos. Las calles empedraras, el puente de tipo romano, las contraventanas de las casas de madera, los corrales; todo parecía sacado de una película. Nos bajamos del coche, y entramos en la casa rural donde habíamos reservado, semanas atrás, para hospedarnos el fin de semana. Muy amablemente nos recibieron y nos dieron habitación. No habían pasado diez minutos de nuestra llegada, cuando Santiago, el guarda mayor de la reserva nos estaba esperando en la puerta de la casona. Debíamos tener un irreconocible aspecto de madrileños, porque nada más vernos nos reconoció. Después de saludarnos y contarnos como había empezado la temporada corcera por estas tierras leonesas, para sorpresa nuestra, nos dijo que cogiéramos las cosas. La primera salida la haríamos esa misma tarde.
Después de cambiarnos de ropa, acorde con las circunstancias, nos subimos en  el Suzuki Vitara de Santiago y nos dirigimos al cazadero. Mientras subíamos ya íbamos divisando algunas cosas y algún que otro corcino. Las vistas, a medida que subíamos, eran impresionantes. De repente, sin esperarlo, teníamos a nuestra derecha a unos ciento cincuenta metros un corzo bastante grande, que, perplejo, nos miraba sin saber qué ocurría. Mi hermano, tras las indicaciones de Santiago, se bajó del coche y sin apenas apoyo disparó. El tiro se había quedado corto y el corzo salió a toda prisa, escondiéndose en la espesura del bosque. Los nervios estaban a flor de piel y se notaba la falta de experiencia en esto de los recechos de montaña. Seguimos nuestra búsqueda, viendo algún que otro corzo pequeño y algunos grupos de corzas. Llegado el momento, y ante la falta de luz, decidimos poner fin a la primera salida, y volvimos al pueblo.
Una vez en la casa, después de una buena ducha y un cigarrito escuchando correr el agua del río, que pasaba junto a nuestra ventana, bajamos a cenar. A pesar de ser el mes de junio, la temperatura era exquisita, hacía incluso algo de frío. Nos prepararon una mesita junto a un ventanal, desde donde podíamos ver un jardincito iluminado, en un comedor muy acogedor, repleto de tablillas de corzo y de grandes trofeos de venado. Después de cenar, unos buenos huevos fritos con lomo y patatas, y tras haber comentado el lance de esa tarde, nos metimos en la cama. Santiago, el guarda, nos había dicho que a las 6:30 debíamos salir hacia el monte, y teníamos que descansar para estar frescos a la mañana siguiente.
Comenzaba el segundo día de caza, tras levantarnos y desayunar, esperamos junto al coche de Santiago, ansiosos de empezar el rececho. Era de noche todavía cuando empezamos a subir hacia la misma zona que ayer habíamos ojeado. Aparcamos el coche y comenzamos a andar, aunque esta mañana Santiago, en vez de recechar, nos recomendaba hacer una espera en un valle cercano, donde tenía localizados varios corzos interesantes. Y así fue, llegamos con las primeras luces y nos apostamos en el suelo, a la espera de que saliera algún macho. El marco era inmejorable, teníamos un testero delante de nosotros desde donde veíamos en lo más alto, los riscos y peñas, seguidos de un gran bosque de hayas verdes y amarillentas, con la luz que proyectaba el sol a estas horas del alba. Al terminar el bosque, unas grandes praderas, que bajaban hasta la falda de la montaña, casi llegando hasta el pueblo. Y allí estábamos nosotros, oteando cada rincón de esas praderas, cada metro de la linde donde acababan las grandes hayas que caían hasta el suelo. Tanto mi hermano Juan como yo llevábamos prismáticos, mientras que Santiago llevaba un monóculo de larga distancia, y eran necesarios, pues desde donde nos encontrábamos nosotros hasta el testero de enfrente habría unos doscientos metros, por lo que era necesario una búsqueda precisa y pausada, pues a esa distancia los corzos podían pasar desapercibidos.
Cuando ya había salido el sol por completo,  y veíamos con claridad, comenzamos a ver las primeras hembras que salían a ramonear los brotes de las siembras. La intuición nos decía que, habiendo hembras, pronto saldría algún macho a los rasos. Y así fue, sin haber pasado media hora ya teníamos dos machos pequeños jugando y correteando detrás de las hembras. De repente los dos macho que estábamos viendo salieron corriendo, algo les había asustado. Nosotros teníamos el aire bien y nuestra posición era buena, no sabíamos que había causado su espantada. Casi sin darnos cuenta se había colado en la fiesta un macho grande, que supusimos era la causa de la huida de los dos corcinos. Santiago le estuvo examinando un buen rato, se encontraba a unos doscientos cincuenta metros de distancia, y nos dio su visto bueno. Debíamos tirarle. Juan llevaba un rifle de la marca CZ de cerrojo calibre 30-06,  regalo de mi padre hacía unos años. La espera había valido la pena, solo quedaba tener suerte y apuntar bien. El corzo comenzó a andar y se hacía algo más complicado el tiro. Bien apoyado, y con el pulso bien cogido, mi hermano le metió la cruz en el codillo, esperó a la señal de Santiago. El guarda pegó un silbido y el corzo se paró en seco, nos miró y Juan disparó. El corzo cayó desplomado y parecía muerto. Juan y Santiago se dieron un apretón de manos felicitándose mutuamente, y lo mismo hice yo. Había sido un lance muy bonito.
Nos pusimos en camino hacia el lugar donde había caído el corzo, llevábamos un pequeño teckel, y la distancia era algo larga y el empinado terreno hacia costoso el avanzar. Cuando llegamos, no veíamos el corzo y pensamos que podía haberse metido debajo pues con el disparo el animal había caído junto a un haya rodeado de matas. Al entrar a buscarlo con el perro, el corzo saltó corriendo, sorprendiéndonos a todos, y no nos dio opción a tirarlo. Se metió en la espesura de los pinos y nos temimos lo peor.  Decidimos buscar el rastro de sangre y comenzar el pisteo. El teckel cogió muy rápido el rastro y cogimos con buenas ganas la búsqueda. Mientras Santiago y yo subíamos rastreando con el perro, mi hermano Juan se quedó en un repecho por si volvía a salir, poder dispararle.
Después de casi una hora siguiendo el rastro que había cogido el teckel, Santiago y yo llegamos a pensar que el corzo apenas iba herido, sin embargo en mitad de la ladera, dentro del bosque lo vimos, estaba a unos escasos veinte metros, le apunte con el rifle, pero con tan poca luz apenas podía verle y disparé, errando el tiro. El corzo volvió a salir corriendo siguiendo la dirección que traía ya desde abajo, hacia arriba. Ante mi disparo fallido, Santiago decidió terminar el rastreo, y volver al coche. Pude notar en él un ligero enfado por haber fallado el corzo en tales condiciones, sobre todo después de llevar más de una hora de búsqueda y visto que el corzo iba pinchado pero no de manera vital.
Al llegar al coche, después de contarle a Juan lo ocurrido, Santiago informó por radio al resto de compañeros de la guardería. Cuando terminó nos dijo que lo mejor era volver al pueblo, comer y después daríamos una batida con perros para intentar encontrarlo. Así que bajamos al pueblo, y al llegar a la casa lo primero que hicimos fue sentarnos a descansar, después de la paliza que nos habíamos dado buscando el corzo. Se nos venían a la cabeza los peores presagios, pues en caso de no encontrarlo, el corzo sería contado como abatido y, nos volveríamos a Madrid de vacío. Decidimos despejarnos un poco dando un paseo por el pueblo, tomando el aperitivo y rezando un “Rosario”  a la Virgen para que hubiera suerte con la búsqueda.
Después de comer, junto con Santiago, aparecieron el resto de los guardas, Antonio, Pedro, María y Javier. Traían consigo tres sabuesos, uno de ellos precioso. Se llamaba “Demonio”, era de color blanco y, según decían, tenía un olfato prodigioso. Nos pusimos en camino hacia el último sitio donde lo habíamos visto, donde fallé mi disparo. Allí comenzaron el rastreo, en cuanto pusieron la nariz en el suelo, los sabuesos no dejaron de ladrar. Aquello parecía una jauría, y apenas eran tres perros. Cogieron el rastro de maravilla y en apenas quince minutos ya tenían a la vista el corzo, que renqueante comenzó la huída. Mi hermano y yo nos habíamos quedado fuera del monte para poder rematarlo en caso de que se pusiera a tiro. Y así fue, estando muy lejos, nosotros veíamos como una mancha blanca se movía entre los pinos y hayas, era Demonio, que de manera magistral lo sacó a un claro y allí Juan pudo tirarle, en el que hasta ahora ha sido el tiro más impresionante que he visto en toda mi vida. Habría unos trescientos metros, y apoyado en un trípode, le metió en el visor y, esta vez sí, lo dejo seco. 

No había duda, Demonio nos había sido de gran ayuda, sin su espectacular olfato no habríamos sido capaces de encontrar el corzo. En poco tiempo habían bajado el corzo, y junto a Santiago y el resto de la guardería, nos hicimos las fotos de rigor con el trofeo.
Creo que sin la ayuda de la guardería y la generosidad de Santiago, nos habríamos vuelto a Madrid de vacío. Será un fin de semana corcero que no olvidaré en mi vida.
JACOBO

1 comentario:

  1. Magnífico relato Jacobo! Me ha entrado la angustia siguiendo al corzo pinchado!! Buen cobro al final con esos preciosos perros.
    Un saludo,
    Tintin

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