Salimos de Madrid al medio día, a
eso de las doce, poniendo rumbo norte, camino de un recóndito pueblecito en los
montes que lindan entre León y Asturias. Concretamente a la Puebla de Lillo,
junto a la Reserva Nacional de Mampodre. De camino íbamos, mi hermano Juan y
yo, disfrutando del paisaje de la meseta castellana, imaginando al paso de las
siembras, arroyos y cerros, los futuros lances que nos depararía el fin de
semana corcero. A eso de las tres de la tarde, paramos a comer algo en León
capital. Al reanudar nuestro ansiado viaje escuchábamos por la radio, algo que
nunca imagine haría, la final de Roland Garros. El viaje empezaba a ponerse ya vibrante desde el principio, Nadal
parecía estar por encima del nivel de su contrincante y nosotros nos adentrábamos en lo
más profundo de los montes de León. A izquierda y derecha contemplábamos
atónitos altas laderas de pinos y hayas, mezclándose el color verde del bosque
con una neblina que hacia reflejarse el sol de tal manera que, en vez del mes
de junio pareciese el inicio de la primavera más prometedora. Era nuestro
primer fin de semana de caza lejos de las sierras manchegas, y solo el escenario
que nos iba dando la bienvenida a medida que avanzábamos, ya había valido la
pena.
A eso de las
seis de la tarde llegamos a Lillo, un pueblo pequeño en mitad de la Reserva con
casas bajitas y de tipo asturiano, atravesado por un arroyo que hacía más
tranquilo, si cabe, el ambiente que respirábamos. Las calles empedraras, el puente
de tipo romano, las contraventanas de las casas de madera, los corrales; todo
parecía sacado de una película. Nos bajamos del coche, y entramos en la casa
rural donde habíamos reservado, semanas atrás, para hospedarnos el fin de
semana. Muy amablemente nos recibieron y nos dieron habitación. No habían
pasado diez minutos de nuestra llegada, cuando Santiago, el guarda mayor de la
reserva nos estaba esperando en la puerta de la casona. Debíamos tener un
irreconocible aspecto de madrileños, porque nada más vernos nos reconoció.
Después de saludarnos y contarnos como había empezado la temporada corcera por
estas tierras leonesas, para sorpresa nuestra, nos dijo que cogiéramos las
cosas. La primera salida la haríamos esa misma tarde.
Después de
cambiarnos de ropa, acorde con las circunstancias, nos subimos en el Suzuki Vitara de Santiago y nos dirigimos
al cazadero. Mientras subíamos ya íbamos divisando algunas cosas y algún que
otro corcino. Las vistas, a medida que subíamos, eran impresionantes. De repente,
sin esperarlo, teníamos a nuestra derecha a unos ciento cincuenta metros un
corzo bastante grande, que, perplejo, nos miraba sin saber qué ocurría. Mi
hermano, tras las indicaciones de Santiago, se bajó del coche y sin apenas
apoyo disparó. El tiro se había quedado corto y el corzo salió a toda prisa,
escondiéndose en la espesura del bosque. Los nervios estaban a flor de piel y
se notaba la falta de experiencia en esto de los recechos de montaña. Seguimos
nuestra búsqueda, viendo algún que otro corzo pequeño y algunos grupos de
corzas. Llegado el momento, y ante la falta de luz, decidimos poner fin a la
primera salida, y volvimos al pueblo.
Una vez en la
casa, después de una buena ducha y un cigarrito escuchando correr el agua del
río, que pasaba junto a nuestra ventana, bajamos a cenar. A pesar de ser el mes
de junio, la temperatura era exquisita, hacía incluso algo de frío. Nos
prepararon una mesita junto a un ventanal, desde donde podíamos ver un
jardincito iluminado, en un comedor muy acogedor, repleto de tablillas de corzo
y de grandes trofeos de venado. Después de cenar, unos buenos huevos fritos con
lomo y patatas, y tras haber comentado el lance de esa tarde, nos metimos en la
cama. Santiago, el guarda, nos había dicho que a las 6:30 debíamos salir hacia
el monte, y teníamos que descansar para estar frescos a la mañana siguiente.
Comenzaba el
segundo día de caza, tras levantarnos y desayunar, esperamos junto al coche de
Santiago, ansiosos de empezar el rececho. Era de noche todavía cuando empezamos
a subir hacia la misma zona que ayer habíamos ojeado. Aparcamos el coche y
comenzamos a andar, aunque esta mañana Santiago, en vez de recechar, nos
recomendaba hacer una espera en un valle cercano, donde tenía localizados
varios corzos interesantes. Y así fue, llegamos con las primeras luces y nos
apostamos en el suelo, a la espera de que saliera algún macho. El marco era
inmejorable, teníamos un testero delante de nosotros desde donde veíamos en lo
más alto, los riscos y peñas, seguidos de un gran bosque de hayas verdes y
amarillentas, con la luz que proyectaba el sol a estas horas del alba. Al
terminar el bosque, unas grandes praderas, que bajaban hasta la falda de la
montaña, casi llegando hasta el pueblo. Y allí estábamos nosotros, oteando cada
rincón de esas praderas, cada metro de la linde donde acababan las grandes
hayas que caían hasta el suelo. Tanto mi hermano Juan como yo llevábamos
prismáticos, mientras que Santiago llevaba un monóculo de larga distancia, y
eran necesarios, pues desde donde nos encontrábamos nosotros hasta el testero
de enfrente habría unos doscientos metros, por lo que era necesario una
búsqueda precisa y pausada, pues a esa distancia los corzos podían pasar
desapercibidos.
Cuando ya había
salido el sol por completo, y veíamos
con claridad, comenzamos a ver las primeras hembras que salían a ramonear los
brotes de las siembras. La intuición nos decía que, habiendo hembras, pronto
saldría algún macho a los rasos. Y así fue, sin haber pasado media hora ya
teníamos dos machos pequeños jugando y correteando detrás de las hembras. De
repente los dos macho que estábamos viendo salieron corriendo, algo les había
asustado. Nosotros teníamos el aire bien y nuestra posición era buena, no
sabíamos que había causado su espantada. Casi sin darnos cuenta se había colado
en la fiesta un macho grande, que supusimos era la causa de la huida de los dos
corcinos. Santiago le estuvo examinando un buen rato, se encontraba a unos
doscientos cincuenta metros de distancia, y nos dio su visto bueno. Debíamos
tirarle. Juan llevaba un rifle de la marca CZ de cerrojo calibre 30-06, regalo de mi padre hacía unos años. La espera
había valido la pena, solo quedaba tener suerte y apuntar bien. El corzo
comenzó a andar y se hacía algo más complicado el tiro. Bien apoyado, y con el
pulso bien cogido, mi hermano le metió la cruz en el codillo, esperó a la señal
de Santiago. El guarda pegó un silbido y el corzo se paró en seco, nos miró y
Juan disparó. El corzo cayó desplomado y parecía muerto. Juan y Santiago se dieron
un apretón de manos felicitándose mutuamente, y lo mismo hice yo. Había sido un
lance muy bonito.
Nos pusimos en
camino hacia el lugar donde había caído el corzo, llevábamos un pequeño teckel,
y la distancia era algo larga y el empinado terreno hacia costoso el avanzar.
Cuando llegamos, no veíamos el corzo y pensamos que podía haberse metido debajo
pues con el disparo el animal había caído junto a un haya rodeado de matas. Al
entrar a buscarlo con el perro, el corzo saltó corriendo, sorprendiéndonos a todos,
y no nos dio opción a tirarlo. Se metió en la espesura de los pinos y nos
temimos lo peor. Decidimos buscar el
rastro de sangre y comenzar el pisteo. El teckel cogió muy rápido el rastro y
cogimos con buenas ganas la búsqueda. Mientras Santiago y yo subíamos
rastreando con el perro, mi hermano Juan se quedó en un repecho por si volvía a
salir, poder dispararle.
Después de casi
una hora siguiendo el rastro que había cogido el teckel, Santiago y yo llegamos
a pensar que el corzo apenas iba herido, sin embargo en mitad de la ladera,
dentro del bosque lo vimos, estaba a unos escasos veinte metros, le apunte con
el rifle, pero con tan poca luz apenas podía verle y disparé, errando el tiro.
El corzo volvió a salir corriendo siguiendo la dirección que traía ya desde
abajo, hacia arriba. Ante mi disparo fallido, Santiago decidió terminar el
rastreo, y volver al coche. Pude notar en él un ligero enfado por haber fallado
el corzo en tales condiciones, sobre todo después de llevar más de una hora de
búsqueda y visto que el corzo iba pinchado pero no de manera vital.
Al llegar al
coche, después de contarle a Juan lo ocurrido, Santiago informó por radio al
resto de compañeros de la guardería. Cuando terminó nos dijo que lo mejor era
volver al pueblo, comer y después daríamos una batida con perros para intentar
encontrarlo. Así que bajamos al pueblo, y al llegar a la casa lo primero que
hicimos fue sentarnos a descansar, después de la paliza que nos habíamos dado
buscando el corzo. Se nos venían a la cabeza los peores presagios, pues en caso
de no encontrarlo, el corzo sería contado como abatido y, nos volveríamos a
Madrid de vacío. Decidimos despejarnos un poco dando un paseo por el pueblo,
tomando el aperitivo y rezando un “Rosario”
a la Virgen para que hubiera suerte con la búsqueda.
Después de
comer, junto con Santiago, aparecieron el resto de los guardas, Antonio, Pedro,
María y Javier. Traían consigo tres sabuesos, uno de ellos precioso. Se llamaba
“Demonio”, era de color blanco y, según
decían, tenía un olfato prodigioso. Nos pusimos en camino hacia el último sitio
donde lo habíamos visto, donde fallé mi disparo. Allí comenzaron el rastreo, en
cuanto pusieron la nariz en el suelo, los sabuesos no dejaron de ladrar.
Aquello parecía una jauría, y apenas eran tres perros. Cogieron el rastro de
maravilla y en apenas quince minutos ya tenían a la vista el corzo, que
renqueante comenzó la huída. Mi hermano y yo nos habíamos quedado fuera del
monte para poder rematarlo en caso de que se pusiera a tiro. Y así fue, estando
muy lejos, nosotros veíamos como una mancha blanca se movía entre los pinos y
hayas, era Demonio, que de manera
magistral lo sacó a un claro y allí
Juan pudo tirarle, en el que hasta ahora ha sido el tiro más impresionante que
he visto en toda mi vida. Habría unos trescientos metros, y apoyado en un
trípode, le metió en el visor y, esta vez sí, lo dejo seco.
No había duda, Demonio nos había sido de gran ayuda,
sin su espectacular olfato no habríamos sido capaces de encontrar el corzo. En
poco tiempo habían bajado el corzo, y junto a Santiago y el resto de la
guardería, nos hicimos las fotos de rigor con el trofeo.
Creo que sin la
ayuda de la guardería y la generosidad de Santiago, nos habríamos vuelto a
Madrid de vacío. Será un fin de semana corcero que no olvidaré en mi vida.
JACOBO